viernes, 20 de julio de 2007

Mi cama

Mi cama es horrible. Es el peor lugar del mundo. Sala de tortura de blandos algodones. La mayoría del tiempo que paso en ella estoy dormido, sin vida, desaprovechando cada segundo para finalmente despertarme sin recordar lo que he soñado. Vacía, blanca y paciente, permanece siempre dispuesta a recibirme y darme tormento con su quietud, contagiarme su apatía, dormirme en su seno. Así de cruel es mi perezosa cama.
No siempre que estoy en ella duermo, a veces paso horas –o al menos a mí me parecen horas– dando vueltas y agitando sus ruidosos muelles sin poder librarme de alguna idea obsesiva: algo que debo hacer, o que nunca debí decir, o algún rostro que no recordé a tiempo. Todas estas cosas y otras muchas me las susurra al oído la almohada para que gire atormentado y mis párpados se quedan abiertos toda la noche.
Pero si hay algo terrible, algo que me hace temer a mi cama, es su habilidad para entristecerme y recalcar que estoy solo. Mi cama se ensancha cada vez más rápido y los dibujos de las sábanas se combinan para representar tu rostro. Entonces mi cama se enfría y bebe ansiosa mis lágrimas hasta saciarse. Así de despiadada es ella.
Sólo hay un momento, un único instante, en el que me gusta mi cama y no desearía estar en ningún otro lugar: cuando tú, dulce y serena, duermes en ella.

miércoles, 11 de julio de 2007

Estereotipo


Crees a todos los hombres iguales:
marionetas que siempre te obedecen
deseando una noche de amor contigo.
No sé quién es de todos el más necio;
tú, que nos supones simples a todos,
o nosotros, que continuamente
te damos motivos para hacerlo.

jueves, 5 de julio de 2007

Anónimo

Beatriz sentía tanta rabia hacia él que nunca me dijo su nombre. Ella hacía el esfuerzo de poner muecas de enfado cada vez que hablábamos sobre él, pero si alguna vez había sentido calor en su pecho, era sin duda gracias a aquel joven, de barba cuidada y modales refinados. A él nunca más se le volvió a ver con ninguna otra dama.
Beatriz despertaba alegre cada mañana evocando aquella risa, el perfume que desprendía su cuello, y su voz, ronca y potente, como un trueno. Era tanta la pasión que en ella se desataba, que todas las mañanas acudía a su mesa y le escribía una carta encendida, llena de declaraciones de amor, capaces de conmover al amante más experto.
Todo se esfumó aquella tarde primaveral, cuando le vio salir de casa de Blanche, la maestra del pueblo, riendo a carcajadas junto a ella. Beatriz vio un sobrecito violeta, como los que ella usaba para enviar sus cartas, en la mano de su amado. Consumida por los celos, no volvió a dirigirle la palabra. No podía soportar la idea de que la traicionaba y se burlaba de ella con esa maestra.
Hace una semana fui a casa de Blanche. Me habló de la historia de un joven analfabeto, de aspecto culto y refinado, que iba cada día a su casa a perdirle que leyera las cartas de amor que recibía, a cambio de algunos francos. Recordaba que siempre estaban metidas en un sobrecito violeta. El joven se marchó del pueblo sin decirle a nadie a dónde iba. No quise preguntarle su nombre. Ella, tras haberse dado el placer de contar su cotilleo, cambió rápidamente de conversación, y comenzó a hablarme de un niño de la escuela que tenía piojos.