Aquel 28 de Diciembre subí a casa alegre de no haber sido víctima de las crueles bromas de mis amigos. Recordaba cómo hicieron pasear desnudo a Germán por la estación de trenes durante una hora y me estremecía sólo con la idea de ser objeto de una inocentada así. Al abrir la puerta saludé a mi familia y me dirigí enseguida a la habitación donde vivíamos Luisa y yo. Digo que vivíamos allí porque pasábamos prácticamente encerrados en ese pequeño habitáculo todo el tiempo. Solo lo abandonábamos esporádicamente para comer o ir al cuarto de baño. Era nuestro mundo diminuto, donde sólo Luisa y yo teníamos cabida. Era perfecto.
Abrí la puerta ansioso por contarle a Luisa cómo había ido el día cuando vi una escena horrible. Su cabeza colgaba del techo atada a una cuerda. No había rastro de su cuerpo. No estaba en la habitación. Me quedé blanco, temblando mientras las lágrimas asomaban a mis ojos. Rompí a llorar amargamente y entonces escuché la voz de mi hermano que decía "¡Inocente!". Salí corriendo de allí. No podía ser. ¿Qué clase de persona gasta una broma así? Corrí todo lo rápido que podía. Atravesé el salón donde mis padres reían disimuladamente, con miedo de ser descubiertos. No podía ser. ¿Qué seres hacen eso? ¡Los odio! Corrí todo lo que puede hasta la plaza. Me detuve en la fuente porque necesitaba agua. Maldecí mientras todos me miraban extrañados y corrí más. Corrí, corrí, corrí hasta caer en la acera muerto de pena, dolor y cansancio ¡¿Por qué?! ¡Yo quería tanto a Luisa! ¡Era mi familia! ¡Cómo podían hacerme eso! Una señora me ayudó a levantarme de la acera donde yacía envuelto en lágrimas.
-Chiquillo, ¿qué te ha pasado?
-Han matado a Luisa, mi osito de peluche.