No siempre que estoy en ella duermo, a veces paso horas –o al menos a mí me parecen horas– dando vueltas y agitando sus ruidosos muelles sin poder librarme de alguna idea obsesiva: algo que debo hacer, o que nunca debí decir, o algún rostro que no recordé a tiempo. Todas estas cosas y otras muchas me las susurra al oído la almohada para que gire atormentado y mis párpados se quedan abiertos toda la noche.
Pero si hay algo terrible, algo que me hace temer a mi cama, es su habilidad para entristecerme y recalcar que estoy solo. Mi cama se ensancha cada vez más rápido y los dibujos de las sábanas se combinan para representar tu rostro. Entonces mi cama se enfría y bebe ansiosa mis lágrimas hasta saciarse. Así de despiadada es ella.
Sólo hay un momento, un único instante, en el que me gusta mi cama y no desearía estar en ningún otro lugar: cuando tú, dulce y serena, duermes en ella.