Mi cama es horrible. Es el peor lugar del mundo. Sala de tortura de blandos algodones. La mayoría del tiempo que paso en ella estoy dormido, sin vida, desaprovechando cada segundo para finalmente despertarme sin recordar lo que he soñado. Vacía, blanca y paciente, permanece siempre dispuesta a recibirme y darme tormento con su quietud, contagiarme su apatía, dormirme en su seno. Así de cruel es mi perezosa cama.No siempre que estoy en ella duermo, a veces paso horas –o al menos a mí me parecen horas– dando vueltas y agitando sus ruidosos muelles sin poder librarme de alguna idea obsesiva: algo que debo hacer, o que nunca debí decir, o algún rostro que no recordé a tiempo. Todas estas cosas y otras muchas me las susurra al oído la almohada para que gire atormentado y mis párpados se quedan abiertos toda la noche.
Pero si hay algo terrible, algo que me hace temer a mi cama, es su habilidad para entristecerme y recalcar que estoy solo. Mi cama se ensancha cada vez más rápido y los dibujos de las sábanas se combinan para representar tu rostro. Entonces mi cama se enfría y bebe ansiosa mis lágrimas hasta saciarse. Así de despiadada es ella.
Sólo hay un momento, un único instante, en el que me gusta mi cama y no desearía estar en ningún otro lugar: cuando tú, dulce y serena, duermes en ella.















